EL CASERIO

No es preciso adentrarse en la noche de los tiempos para buscar un caserío de aquella época. En el barrio de Anaka, hasta el año 1988 existió uno, el de “Guevara”, del siglo XVI, que fue desmontado piedra a piedra por las instituciones para una posterior reedificación de la que nunca más se supo. Estaba ubicado en lo que hoy conocemos como plaza del Embajador Arístegui.

Una de las peculiaridades de nuestros caseríos es que todos tienen nombre propio, como el anteriormente citado de 'Guevara' o uno de los últimos de los que queda en pie en nuestro barrio, el de Camino Berri. La denominación era reconocida por vecinos y autoridades, y salvo excepciones, permanece invariable a través de la historia.

El símbolo de riqueza del caserío era el número de cabezas de animales domésticos, particularmente el ganado vacuno. Los cerdos no se mezclaban con el resto de los animales.

En el siglo XVII salvo en contadas excepciones, la  mayoría de nuestros baserritarras no eran propietarios de los caseríos que ocupaban. Muchos de ellos vivían presionados por las amenazas de sus rentistas. Los plazos de arriendo oscilaban por costumbre entre 6 y 9 años, comenzando el día de San Martín y la renta se abonaba casi siempre en especies con productos de la tierra. En raras ocasiones se combinaban ambas modalidades. Para el pago en especie existía una variedad de manzana las "gorde sagarrak", que se conservaba durante muchos meses. Los censos (préstamos) tenían establecido un interés en torno al tres por ciento.               

La construcción de los caseríos en el siglo XVII exigió sacrificar un importante número de robles centenarios de los bosques comunales. Casi todos los ayuntamientos cedían, previa autorización, la madera gratuitamente a los vecinos que necesitaban rehacer sus casas. Las tejas eran artesanales y las más antiguas llevaban las huellas de los dedos del maestro tejero.

Como dato curioso destacaremos que en 1666 los vecinos de Irun solo pagaban 32 reales por el millar de tejas. Explicamos los motivos. Las tejerías, así como los hornos de fabricación de cal, utilizaban como combustible madera que provenía de los bosques y jarales de nuestros montes concejiles, en consecuencia el ayuntamiento se creía con derecho a fijar los precios de venta de estos productos.

 

 

A principios de siglo había casi siempre un maestro que proyectaba la obra del caserío y la dirigía hasta su término. A partir de 1650 las funciones empezaron a desdoblarse y apareció la figura del maestro que solamente dibujaba los planos del caserío a construir y luego dejaba a otros oficiales que se ocupasen de la ejecución.

La construcción de un caserío conllevaba un pacto entre caballeros ya que todos los contratos eran verbales.

La orientación más adecuada era la que buscaba el arco solar de la mañana. Tenían habitualmente dos puertas de entrada, una para personas y otra más grande para animales.

En la construcción, que podía durar hasta dos años y medio, los bueyes eran fundamentales para arrastrar y levantar, con rudimentarias poleas, los gigantescos robles y las moles de piedra que había que extraer de la cantera para ser labradas a pie de obra. En el siglo XVII un buen caserío venía a costar lo mismo que doce bueyes de tiro.

Hasta muy avanzado el siglo XVII, en que se impusieron las paredes de ladrillo, los tabiques de separación eran de mamparas de tablas. Pero hasta unos años antes la intimidad era prácticamente nula, pues toda la familia dormía en una sala común, a lo sumo con separaciones de simples cortinas entre rudimentarias estancias.

La cocina era, por así decirlo, el corazón del caserío,  el lugar donde se reunía la familia y se concertaban los matrimonios. Durante el siglo XVII el fuego se encendía sobre una losa colocada en el centro de la estancia. Las típicas chimeneas de fuego bajo con campana adosada al muro no se generalizaron hasta bien entrado el siglo XVIII.

Algunas cocinas disponían de ventanillas que daban directamente a la cuadra, para vigilar al ganado.

El mobiliario era escaso. Uno de los elementos considerado esencial era el arca, habitualmente heredada de los padres, donde se guardaba la ropa blanca. El arca era también una pieza clave de la dote femenina.

Parece ser que en verano, en algunos hogares se empleaban colchones de hojas secas de maíz, más frescos que la lana. Además tenían otra utilidad, después de haber sido usados por algún enfermo, al fallecer éste, se quemaba.

Luego estaban los trojes que eran unos grandes arcones de madera en los que se guardaba el trigo cosechado. Tenían la particularidad de que eran desmontables.

El mayor de los peligros de un caserío era casi siempre el fuego. Bien por la caída de un rayo o por errores de manipulación de los elementos de iluminación consistentes en rollos de vela de cera o candiles de aceite, o de los propios fogones que estaban en el centro de la estancia principal.

Era habitual que los caseríos contaran con alguna 'borda'  (cabaña rústica para guardar hierba, ganado, etc) que llevaba su mismo nombre, aunque no siempre estaban próximas a éstos.

El número de caseríos que había en Irun en 1766 era de 230, y en la zona urbana 160 casas.

 

Fotos: Caserío 'Gebara'  (Irun) y 'Legorburu' (Vizcaya)